Cautivado ante el
hechizo
de mi Ronda soberana,
te contemplo ¡Tajo
inmenso!,
y un hondo placer me
embarga
cuando admiro la
hermosura
que de tu paisaje
emana.
Desde el amplio mirador
donde se ven las
montañas
cercando el valle
frondoso,
tu placidez me relaja.
Todo es quietud y
sosiego,
todo
reposada calma,
belén grandioso y
sereno,
remanso de paz soñada,
dulce edén puesto por
Dios
para recreo de las
almas.
Sólo un canto que en ti nace
rompe tu actitud
callada:
es la música que fluye
con el murmullo del
agua
que va regando las
huertas
de tu fértil
hondonada;
es el graznido del
ave,
el rumor de una
cascada,
el trinar de un
pajarillo
volandero entre las
ramas...
Y en el aire, saturado
de perfumes que
embriagan
-aromas de espliego e
hinojos,
de romero y
albahaca...-,
algo que vibra y se
esparce
a través de las
montañas
desgranándose entre
notas
que bien pudieran ser
lágrimas.
Hasta mí llegan, serrano,
los brotes de tu
garganta
mezclados con el
rasgueo
-suave son- de una
guitarra.
Cante que nace en las
huertas
de los Molinos;
serranas
que se elevan por las
peñas
hasta penetrar el
alma;
del eco de las
montañas
y que llega a mis oídos
como una queja
liviana,
junto al graznido del
ave,
el murmullo de las
aguas,
el gorjeo del
pajarillo,
el rumor de una
cascada....
(Ronda, agosto, 1956)